La importancia de llamarse Moog
1971. Robert Moog, Raymond Scott, el Minimoog y el destino.
Hay personas que parecen destinadas para cumplir una misión en la vida desde la partida de nacimiento. Mayor Oreja tenía que ser, antes o después, jefe de los espías en el Ministerio de Interior, y Robert Moog –con un apellido que recuerda a un cálido gruñido, al crujir de una válvula– sólo podía honrar a su nombre dedicándose en cuerpo y alma a los sintetizadores. Hoy, todos los que nos dejaríamos cortar un dedo de la mano (siendo teclistas) por uno de sus hijos, le damos gracias al cielo por no dejar que Bob Moog errase su destino.
A mediados de los años cincuenta, Bob tuvo una revelación.
Tenía apenas 20 años y estudiaba física en la universidad de Columbia. Su hobby, construir con su padre –un ingeniero eléctrico de la Consolidated Edison– sintetizadores Theremin, que luego vendía entre otros estudiantes tan “nerds” como él. Y un día Raymond Scott telefoneó.
Raymond Scott era un pianista y compositor, autor, entre cientos de canciones, de las melodías que acompañaban a los dibujos animados de la Warner. Además, Scott trabajaba en diseños experimentales de nuevos instrumentos musicales. Su mayor obra, el Electronium, era una compleja máquina capaz de generar melodías y acompañamientos de forma aleatoria. Entusiasmado por los sintetizadores Theremin que construía el joven Moog, decidió invitarlo a su casa. Ese día, cara a cara con el electronium, el jovencito Bob tuvo claro a qué quería dedicar su vida.
Hasta 1962, Robert continuó fabricando y vendiendo sintetizadores Theremin en kits de “hazlo tu mismo” junto con el correspondiente manual de montaje –como en Ikea–, por 49.95 dólares. Con ellos amasó una pequeña fortuna con la que se decidió a dar el salto a la caza mayor. Durante unos meses barajó la idea de dedicarse a la fabricación de amplificadores de guitarra, un mercado prometedor en aquellos años. Pero al final –para desgracia de guitarristas y fortuna de teclistas– se decidió por continuar con los sintetizadores. En aquellos años, el instrumento más complejo que habitaba la Tierra era el prototipo Mk 2 desarrollado por RCA, un modelo experimental para uso exclusivo de académicos que había costado más de 100.000 dólares fabricar. Moog estaba convencido de que podía hacerlo mejor.
Su primer sintetizador modular, bautizado con su apellido, fue presentado al público en 1965. Era un enorme armario que conectaba los distintos circuitos que generaban y filtraban el sonido mediante cables que se podían intercambiar, como si se tratase de una centralita telefónica, para crear distintos instrumentos. En su corazón habitaba un filtro de paso bajo –un potenciómetro que corta las frecuencias más altas dejando pasar sólo los graves– que aún hoy sigue siendo el referente para todos los sintetizadores. El modular de Moog superaba en prestaciones al viejo RCA y, además, era sensiblemente más barato. Costaba 11.000 dólares.
Walter Carlos –después conocido, tras una operación de cambio de sexo, como Wendy– popularizó su sonido en 1969 con el disco “Switched-on Bach”, unas llamativas reinterpretaciones del compositor clásico pasadas por los filtros del Moog. Dos años después, Wendy/Walter crearía para Stanley Kubrick la banda sonora de la película “La Naranja Mecánica”, homenajeando esta vez a Beethoven.
Todos querían un Moog. The Beatles compraron uno, que usarían en algunas de las canciones del que sería su último disco. Mick Jagger también adquirió uno, aunque, lamentablemente, apenas lo utilizó. Acabó vendiéndolo al grupo alemán Tangerine Dream, que, a su vez, convencieron a sus compatriotas Kraftwerk para hacerse con otro. La influencia de este sintetizador en la historia de la música electrónica es enorme. Pero lo mejor aún estaba por llegar.
Aunque pocos, el modular de Moog tenía sus defectillos. Era demasiado grande y delicado como para ir de gira y, además, seguía siendo caro para la mayoría de los músicos. A finales de los sesenta, Robert comenzó a trabajar en una versión portátil de su sintetizador. Para el diseño exterior, encargó un estudio a un grupo de ingenieros industriales que le propusieron excéntricas carcasas de plástico de aspecto futurista. Antes de decidir, afortunadamente, Moog preguntó a varios músicos, que mayoritariamente eligieron otro diseño menos espacial, hecho en madera y con formas simples.
Y así, en 1971, nació el Minimoog. El sintetizador del pueblo: portátil, resistente, monofónico, cálido y con poco que envidiar a su padre modular. Se vendieron como rosquillas. La compañía, Moog Music, creció de forma espectacular durante los primeros años de esa década, pero Robert, que poco sabía de negocios, no supo manejar bien las cuentas. Nuevas compañías, como Arp o Roland, apretarían las tuercas ofreciendo sintetizadores de calidad comparable a precios inferiores. Robert contraatacó con una versión aún más pequeña y barata de su sintetizador, el Micromoog. Fue el último que diseño.
Agobiado por las deudas, perdió el control de la empresa a mediados de los años setenta. Sus últimos años en la compañía que había fundado los desperdició diseñando pedales de guitarra y otros productos menores mientras otros ingenieros se ocupaban de los nuevos teclados. En 1977 pegó el portazo y abandonó Moog Music echando pestes de la dirección.
La compañía no sobrevivió mucho tiempo más. Los años ochenta aparcaron el sonido analógico clásico adoptando los nuevos sintetizadores digitales. Durante la década siguiente las tornas cambiarían de nuevo, pero Moog Music ya no estaría ahí para explotar el filón.
Robert acabó por volver a sus orígenes. Ahora es un venerado sesentón que se dedica entre conferencia y entrevista a vender sus viejos sintetizadores Theremin, igual que hace 40 años. Cuatro décadas en las que su nombre cambiaría para siempre la música. Moog, a oídos de cualquier teclista que se precie, es la palabra más parecida a Dios.
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Publicado por Ignacio Escolar a las Diciembre 27, 2004 01:34 PM | TrackBack