Las urnas desmienten a la propaganda
Iñigo Sáenz de Ugarte. Público
Para ser una dictadura, Venezuela es bastante heterodoxa. La oposición ha hecho campaña en la calle por el ‘no’. Ha sido silenciada en la televisión pública, pero ha encontrado el apoyo de la mayoría de la prensa. Sus mítines no han sido interrumpidos por la Policía. El resultado –ajustadísimo y por tanto fácilmente manipulable– le ha dado la victoria por una diferencia inferior a los 190.000 votos sobre nueve millones de votos emitidos. El presidente ha tardado sólo unos minutos en reconocer la derrota, ha felicitado a los vencedores y ha apelado a la reconciliación. Lo que no ha hecho es rendirse. Democracia no es sinónimo de rendición.
Se acaba así la gran patraña sostenida por la mayor parte de la prensa española, la que decía que Venezuela se encamina de forma inexorable a una dictadura similar a la de Cuba. Quizá cegados por la defensa del honor del rey, los periodistas han preferido creer a sus prejuicios antes que a la realidad.
Venezuela es más libre que el sábado porque uno de los requisitos de la democracia es poder decir no a los gobernantes. Que es justamente lo que los dictadores no suelen permitir. Desgraciadamente, las corrientes autoritarias están muy presentes en Venezuela, tanto entre chavistas como antichavistas. Al igual que en Brasil, México, Argentina y Colombia. Y ninguno de esos países es una dictadura. Todos tienen muy buenas relaciones con EEUU. Supongo que ahí está la diferencia.
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Magia rota
Editorial de El País
Hugo Chávez ha ido demasiado lejos y la magia se ha roto para el líder venezolano después de perder por escaso margen el referéndum constitucional con el que pretendía investirse de poderes casi absolutos de duración indefinida. Ni los recursos económicos del Estado, pródigamente empleados durante la campaña, ni la formidable maquinaria propagandística chavista, han sido suficientes esta vez para vencer la apatía de muchos venezolanos y convencer a otros de las supuestas bondades de una dictadura travestida de reforma constitucional.
Chávez no había perdido una sola votación desde su llegada al poder en 1999. Hace tan sólo un año que sus compatriotas le ratificaron durante seis años más, con el 63% de los sufragios. De ahí la importancia del no del domingo, agravado por el hecho de que el referéndum había sido planteado como un plebiscito sobre su figura. El presidente ya no está en condiciones de hacer de su país lo que le plazca. Y si es bueno que Venezuela haya rechazado el señuelo de una utopía socialista bajo el control de un solo hombre, también lo es para el conjunto de Latinoamérica, en algunos de cuyos países se dejan sentir pesadamente los afanes intervencionistas del jefe bolivariano, convenientemente lubricados por el dinero fácil de un petróleo por las nubes.
El peso de las instituciones que sirven para equilibrar un sistema democrático es ya mínimo en Venezuela. La vía libre a la Constitución que Chávez pretendía -y que sigue pretendiendo, a juzgar por el mensaje con el que ha aceptado su derrota- es rigurosamente incompatible con un Estado democrático. Así se lo ha parecido incluso a alguno de los estrechos aliados que han ido abandonándole en su camino hacia el poder absoluto. Si es antidemocrático cualquier instrumento legal que permita la elección indefinida y sin contrapesos de un gobernante, en el caso venezolano concurrían todo tipo de agravantes. Chávez podría ser presidente vitalicio, tener el control del Banco Central y sus reservas, establecer nuevos territorios, nombrar gobernadores o ningunear a los poderes locales. Y para hacer la educación gratuita, reducir el horario laboral o extender la seguridad social a trabajadores marginales no es necesaria la reescritura radical de la Carta Magna.
El resultado de la consulta debería servir para revitalizar a la fragmentada e inoperante oposición del país caribeño, donde la emergencia de un poder estudiantil generalmente acomodaticio en los últimos años ha sido decisiva en la derrota del chavismo. Por lo demás, y a pesar de que Chávez salga debilitado por primera vez de una consulta popular, presumiblemente nada sustancial cambiará en el día a día de Venezuela. Es muy improbable que su mesiánico presidente, con un largo mandato por delante, el control del petróleo y de las instituciones y sin un rival político a la vista, encuentre motivos suficientes para abjurar de su caudillismo y su demagogia.
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Chávez debería dimitir
Editorial de El Mundo
El domingo, la mayoría de los venezolanos también le pidieron a Hugo Chávez que -como mínimo- se calle. El 50,7% de los votantes -frente al 49,2%- han dicho no a la reforma Constitucional planteada por el presidente, de tal modo que Chávez debería dimitir. Cuando un jefe de Gobierno plantea un cambio de régimen -que es lo que ha hecho Chávez- y sus ciudadanos le dan la espalda, no le queda otro camino que el de la renuncia. Se trata de una cuestión de coherencia y dignidad. Sobre todo, cuando la apuesta política sobre la que la ciudadanía se ha pronunciado ha dividido a la sociedad al suponer, en sí misma, un antes y un después en la evolución del país. De Gaulle dimitió cuando perdió el referéndum de regionalización de Francia, aunque cualquier comparación entre el estadista galo y el espadón venezolano resulte una broma.
El domingo quedó claro que la mayoría de los venezolanos ni están dispuestos a que Chávez se eternice, ni quieren que Venezuela se convierta en un régimen dictatorial de corte castrista-populista. Lo ajustado del resultado y una abstención del 44% no restan un ápice de valor a lo fundamental. Esto es, que Chávez ha sido derrotado en las urnas. Y que por la naturaleza y profundidad de las reformas planteadas, el referéndum debería considerarse como un plebiscito. Además, el rechazo a la reforma constitucional chavista refuerza el hálito democrático del país -justo cuando parecía abocado a una involución totalitaria- y da alas a una oposición con más base social que organizativa. De ahí la alegría de una contestación interna articulada en torno a los estudiantes, la Iglesia, algunos medios y cada vez más chavistas decepcionados. Nada menos que tres millones de sus antiguos votantes han dado la espalda a Chávez. Pero lejos de tomar nota y obrar en consecuencia, el presidente de Venezuela no sólo no dimite sino que ha dicho que mantiene como objetivo político la reforma rechazada por su pueblo.
Desde 1998, la revolución bolivariana ha degenerado en un régimen presidencialista y en un sistema clientelar basado en la puesta en marcha de programas de subsidios. La política asistencial ha garantizado a Chávez su continuidad sin necesidad de solucionar los problemas. El referéndum del domingo abre un nuevo escenario. El presidente acusa a nivel interno el desprestigio que ya cosechaba en el exterior. Ahora puede comenzar a tender puentes o, por el contrario, intentar «cerrar el círculo» del denominado «socialismo del siglo XXI» con reformas en el Parlamento -donde tiene mayoría hasta 2013- o por decreto. Está en juego la convivencia en un país cada vez más convulso y en el que sus opositores se sienten legitimados.