Lo más grave del incidente de Ascó no es la fuga en sí. Dice el informe del Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) que no hubo riesgo ni para los vecinos de la central ni para sus trabajadores. Lo que de verdad preocupa es la reacción de los responsables de Ascó. En lugar de dar la voz de alarma a tiempo para reducir los riesgos, como mandan las medidas de seguridad, optaron por ocultar el suceso; por esconderlo bajo la alfombra a pesar de que la radiactividad es una de las pocas cosas que de verdad brilla para siempre.
Si con un caso que dicen menor reaccionan así, ¿qué podemos esperar ante un accidente realmente peligroso? ¿Es razonable que, con todos los controles de seguridad que se presuponen a este tipo de energía, tenga que ser Greenpeace quien avise de que existe una fuga radiactiva?
El ministro de Industria, Miguel Sebastián, aseguró hace dos meses en el Congreso que el Gobierno aplicaría a la central la multa más dura que plantease el CSN, por lo que cabe esperar que la sanción definitiva llegue al máximo de 22,5 millones de euros. No es poco dinero. Pero la mala gestión en Ascó puede costar a las eléctricas una factura mucho más cara que la propia multa.
En unos meses, el Gobierno tendrá que mojarse en el debate nuclear. Tiene que decidir si cierra Garoña, la central más antigua. Su permiso de explotación termina en julio de 2009 y sus dueños aspiran a una prórroga que hoy, después de lo ocurrido en Ascó, está más lejos que ayer. Los ministros atómicos –Miguel Sebastián, Cristina Garmendia y Elena Espinosa– lo tienen ahora más difícil para convencer a Zapatero de que hoy España no se puede permitir cerrar centrales, de que es ridículo e hipócrita comprar electricidad nuclear a Francia en lugar de producirla nosotros, de que la manera más eficaz para cumplir con Kioto pasa por el átomo.
El presidente, que se definió a sí mismo como “el más antinuclear del Gobierno”, tenía el argumento de las encuestas para seguir en el ‘nuclear, de entrada no’. Ahora también cuenta con la torpeza de las propias eléctricas.
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