Normal que hayan sido el Athletic y el Barça los finalistas de la Copa antes conocida como del Generalísimo. Como la derecha españolista no ponga rápido una letra heroica al himno nacional, a ese chunda chunda ramplón, el dominio de los de Guardiola no terminará nunca. Es el punto débil de los nacionalismos: el poder que conceden a lo simbólico. Si los valores eternos de la patria están condensados en un trapo, la foto del rey o cuatro notas garbanceras, basta con una pitada o un mechero para que todo tiemble. Mal lo lleva la sagrada unidad de la patria (sin pecado concebida) si depende de lo respetuosa que sea una masa de hinchas durante el partido del siglo de la semana.
En Francia, Sarkozy sufre el mismo drama nacional: los abucheos a la Marsellesa en los estadios por parte de muchos forofos, la mayoría franceses de segunda generación, hijos de inmigrantes. Hace medio año, una sonora pitada en un encuentro entre las selecciones de Francia y Túnez provocó que Sarkozy prometiese una ley que obligará, si es que la FIFA se deja, a suspender un partido en caso de “ultrajes” a la Marsellesa. Entre las muchas tonterías dichas esos días, destaca la del secretario de Estado de Deportes, Bernard Laporte, que propuso que la selección no jugase en París sino en otras ciudades de la Francia profunda, ante “un público más sano”.
En TVE intentaron imitar el modelo francés: lo que no se ve no existe. Al hilo de los tiempos que corren, lo mismo algún genio sugiere ilegalizar los equipos cuyas aficiones o jugadores no condenen los pitos al himno; así en el campo como en las urnas. A este paso, va a ser casi la única forma de evitar que todo lo gane el Barcelona.
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