Irak: más de cien mil muertos, la inmensa mayoría civiles inocentes. En la Primera Guerra Mundial, nueve de cada diez bajas fueron soldados y ahora, casi un siglo después, la proporción es justo la contraria. La modernidad nos ha traído unas guerras donde la carne de cañón ni siquiera empuña un arma y a los civiles inocentes se les empieza a matar con las palabras. ¿Por qué los llaman “daños colaterales” cuando son la parte central de las víctimas?
Aunque lo más terrible de los crímenes de guerra en Irak, desvelados por Wikileaks, no está en las estadísticas, que ya se intuían, por mucho que el Ejército estadounidense mintiese al negar que llevaba un recuento de cadáveres. El horror está en los detalles, en ese relato íntimo del día a día en Irak donde cada muerte quedaba reflejada en un aséptico parte burocrático, escrito con la misma implicación emocional del que redacta el manual de instrucciones de una lavadora.
“No es necesaria ninguna investigación”, se repite una y otra vez en cada parte de guerra. Más de 400.000 informes y miles de carpetazos, tantos como cada muerto inocente. Como Nabiha Jassim, esa embarazada que había roto aguas y que trasladaban al hospital en un coche que fue tiroteado por ir demasiado rápido; su bebé tampoco sobrevivió. O esos 24 civiles, la mayoría mujeres y niños, ajusticiados por un grupo de marines, en venganza por un compañero muerto. O esos dos “sospechosos”, ametrallados por un helicóptero Apache porque se estaban riendo. O esa niña asesinada en las calles de Basora mientras jugaba. O ese chiste macabro de uno de los pilotos del “Cracy horse 18”, el mismo helicóptero que también tiroteo a un fotógrafo de Reuters, al ver una niña muerta entre los cadáveres: “Es culpa suya, por traer a sus hijos a la batalla”.
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