Como todos los columnistas, mi amigo Rafael Reig tiene sus obsesiones. Una de ellas es provocar, pues defiende que opinar es mojarse, no decir que la lluvia moja o que los puñetazos duelen. Otra de ellas, consecuencia de la primera, es dudar de los malos y buenos de cuento: esos personajes en blanco y negro, héroes o villanos absolutos, que tanto nos gusta dibujar a los periodistas. En la prensa, como en el evangelio o en el refranero, funciona el tópico, la parábola y la moraleja.
Reig escribe hoy en su “carta con respuesta” sobre el empresario de la fábrica de pan, el malvado de la semana. Divide el suceso en dos acciones diferentes. La primera es consecuencia del pánico: tirar el brazo del obrero a la basura. “Nadie sabemos si en un momento dramático, en estado de pánico, vamos a reaccionar como héroes o como villanos”, concede Reig. La otra, fruto del “cálculo egoísta, frío y racional”: la maldad premeditada e indefendible de explotar a los inmigrantes sin darles un contrato para ahorrarse tres pesetas, “una acción criminal continuada a lo largo de años”.
“De ambas acciones tendrá que responder, como es natural”, concluye Reig. “De que nos suceda a nosotros una como la primera, líbrenos Dios. De que nos suceda algo como la segunda, en cambio, tenemos la responsabilidad de librarnos nosotros mismos.”
El Gobierno decidió el viernes concederle la nacionalidad española a Franss Rilles Melgar, la víctima del malo de cuento. Es una medida de gracia, arbitraria y, por lo tanto, injusta. No por Melgar, que ha dado un brazo por trabajar en España (mucho más que lo que sacrificarán en toda su vida la mayoría de los que se llaman patriotas), sino por los que han sufrido tanto como él, pero no cuentan con un villano de cuento para llenar las portadas de los diarios ahora que casi se ha parado la política. Si el empresario, en vez de tirar el brazo de Melgar a la basura, le hubiese acompañado con él hasta el hospital, si hubiese controlado el pánico, tal vez habría salvado el brazo pero tal vez no. En cualquiera de los dos casos, el drama de Melgar no hubiese ido más allá del breve.
El año pasado, en España, hubo 922.253 accidentes laborales y 831 muertos, lo que convierte a este país en uno de los más peligrosos para trabajar de Europa. Hay casi más muertos en el trabajo en un año que los que ha matado ETA en toda su historia. No hay estadísticas públicas sobre cuántas de las víctimas no tenían ni papeles ni contrato, pero sí se sabe que medio millón de personas trabajan sin papeles: el 19,5% del PIB sale de la economía sumergida. También hay un estudio de la Agencia Europea de los Derechos Fundamentales que asegura que los inmigrantes que llegan a España sufren un 30% más accidentes que los trabajadores nacionales.
El caso de Franss Rilles Melgar es la norma. Lo único excepcional, lo que ha convertido su historia en una noticia de portada y su pasaporte en español, no ha sido esa prolongada explotación, fruto de un cálculo frío y egoísta, sino el momento de pánico del empresario. Otros esclavos no tienen tanta suerte.