José Bono, 20 de enero de 2005: “La reorganización en Afganistán no supondrá un aumento de las tropas”. José Antonio Alonso, 28 de noviembre de 2007: “No habrá más tropas”. José Luis Rodríguez Zapatero, 30 de enero de 2007: “El Gobierno no va a aumentar la presencia militar en Afganistán”. Carme Chacón, 12 de octubre de 2008: “El aumento de tropas no está en el horizonte”. Miguel Ángel Moratinos, 10 de noviembre de 2008: “El debate no debe ser enviar más tropas, sino cómo llevar a cabo una estrategia que ponga fin a la inestabilidad”. Carme Chacón, 13 de noviembre de 2008: “Esa cuestión no está ahora mismo sobre mi mesa”. José Luis Rodríguez Zapatero, 26 de diciembre de 2008: “De entrada, no”.
No está claro si esta última declaración del presidente del Gobierno fue una casualidad, un despiste, un sarcasmo o un pronóstico. El lema es socialista, pero de hace muchos años. Lo acuñó aquel PSOE de principios de los ochenta que se oponía al ingreso de España en la Alianza Atlántica. “OTAN, de entrada no”, decía Felipe, decía Guerra, decía el mismo Javier Solana que, con los años, acabó siendo secretario general de la alianza durante el bombardeo de Yugoslavia. El camino desde aquel “de entrada, no” al referéndum de la OTAN fue el mayor símbolo de la transformación del felipismo desde las chaquetas de pana a los despachos con moqueta.
En el caso de Zapatero, la distancia recorrida es otra, más práctica que ideológica: la que va desde el anuncio de la salida de Irak al más que seguro aumento de tropas en Afganistán, el abismo que separa la presidencia de Bush y la de Obama. En el Gobierno hace semanas que trabajan en cómo dar ese paso, que temen que pueda ser delicado después del último tropiezo de la política exterior española: el de Kosovo.
“Ha sido un error monumental, porque cuando anunciemos que vamos a aumentar tropas en Afganistán dirán que es para contentar a Obama”, asegura un asesor de La Moncloa. La gestión política sobre el asunto kosovar ha sido mala desde el principio, desde que el Gobierno –asustado, en pleno periodo electoral– se negó a reconocer hace un año la independencia de Kosovo por si España se rompía en los Balcanes. El PSOE, con este mal paso, no sólo hacía suyas las tesis de la derecha y los nacionalistas, a pesar de que cualquier parecido entre Kosovo y Catalunya o Euskadi es, por fortuna para catalanes y vascos, pura coincidencia. También convertía un problema de política exterior en un asunto interno. Deslizándose por esa misma pendiente, normal que el problema interno haya acabado transformándose después en un conflicto diplomático para España.
La gestión posterior de aquel error inicial jamás rectificado ha sido aún más desastrosa, y ni uno sólo de los protagonistas ha quedado bien parado. Para Moratinos, es la prueba de que o bien no cuenta porque no se le informó, o bien no cuenta porque no pudo imponer algo de cordura en un anuncio que no se pudo hacer peor. No está claro si el ministro de Exteriores sabía lo que pensaba decir Carme Chacón antes de verla en los telediarios, pero lo que parece claro es que los embajadores no estaban informados, y algo va muy mal cuando los que tienen que dar las explicaciones diplomáticas se enteran de las noticias por la prensa.
Para Carme Chacón el trago también es amargo no sólo por ser ella la protagonista en pantalla del anuncio. Lo peor es que su primera gran metedura de pata llega cuando los rumores de una inminente crisis de Gobierno parecen cada vez más veraces (hoy mismo podría haber un anuncio oficial muy relevante, aunque Zapatero niega que se trate de un cambio de Gobierno) y no es su gestión de la retirada de Kosovo la mejor carta de presentación para justificar su ascenso a una vicepresidencia tantas veces apuntada en las quinielas.
Pero el peor parado es Zapatero, que se ha visto obligado a viajar contra pronóstico a Chile para poder así zanjar el tema con el vicepresidente estadounidense, Joseph Biden. Ayer, tras la reunión, la Casa Blanca le dio dos noticias a Zapatero, una buena y una mala. La buena, que Obama se reunirá con él el día 5 en Praga, durante la cumbre de EEUU con la UE. La mala, que finalmente Obama no acudirá al Foro de la Alianza de Civilizaciones en Turquía, donde el presidente español ejerce de anfitrión.
Aunque la cita más importante será antes de Estambul y de Praga, esta semana en Londres: la cumbre del G20. La Europa continental y el bloque anglosajón –EEUU más Reino Unido– llegan al encuentro con dos posturas distintas y ambas partes tendrán que ceder. Mientras Obama reclama más dinero público contra la crisis, la zona euro pide que aumenten las regulaciones y los sistemas de vigilancia internacional contra los excesos que han provocado estas facturas.
Las ONG y los movimientos sociales, junto con los países en desarrollo, están presionando a los gobiernos para que de Londres también salgan dos medidas más: el veto a los paraísos fiscales y que el FMI no supedite sus créditos al cumplimiento estricto de esa sacrosanta ortodoxia económica ahora quebrada. Ambas peticiones son justas y sensatas. Sería hipócrita por parte del primer mundo seguir recetando ayuno a los hambrientos –que reduzcan su gasto público, su educación o su sanidad, si quieren ayudas– cuando son hoy las potencias mundiales las primeras en saltarse la dieta neoliberal.
La regulación de los paraísos fiscales también se puede. “Es posible que Obama, que necesita una respuesta económica contundente ante el escándalo de las primas de AIG, consiga que de Londres salga alguna medida al respecto”, asegura uno de los asesores económicos del Gobierno.
Las próximas semanas serán críticas. Está en juego el modelo socioeconómico que dibujará el futuro del planeta: un mundo que será mejor si los países pobres reciben más ayudas y menos tropas.